Hace hoy 70 años, el 26 de julio de 1952, fallecía María Eva Duarte de Perón

Una historia como tantas similares que seguramente pasaron en la mitad del siglo pasado, en este caso una de cal y otra de arena.

Crónica

Era un lunes muy temprano. Se tomó el último mate, «el del estribo», recibió el beso en la frente que cada día le daba su mamá, y emponchándose bien, salió a la aún noche de aquella madrugada de invierno. Caminó rapidito hasta la terminal de colectivos con su bolsito colgando del hombro. Se cruzó con el diariero al que saludó como todos los días, al panadero, y a la quiosquera. Ya estaba allí, en la Terminal de Micros de Victoria, ronroneando cansinamente el destartalado ómnibus que la llevaría a su trabajo. Sacó su boleto y subió, saludando casi por costumbre a sus habituales compañeros de viaje. Se acomodó en un asiento, y acurrucándose contra la ventanilla trató de robarle al viaje un ratito más de sueño.

-Susana, vamos que ya llegamos- le dijo el chofer del colectivo.

Se despertó sobresaltada, pensando que ese viaje de cuarenta minutos había sido demasiado corto para dormir. Agarró su bagayito de ropa y deseando un feliz viaje al resto de pasaje se bajó en la ruta… en el medio de la nada.

Apenas en el horizonte algunos rayos de luz despuntaban mortecinamente. Susana y sus diecisiete años quedaron solitos cuando las luces rojas traseras del colectivo se alejaron. Se subió el cuello del saco y cruzó el alambrado. Poco más de media legua separaban la ruta de la escuela. Sólo el canto de algún zorzal, o el crepitar de la escarcha bajo sus pies, eran sus compañeros de camino.

Llegó a la Escuela Rancho ya con las luces del sol sobre sus hombros. Era un rancho miserable que tenía el título de «escuela». Tres paredes de adobe, ya que la cuarta se había caído. Techo de paja y piso de tierra. Cuando llovía tenían que sacar los pupitres afuera porque adentro se inundaba.

Entró a su Escuelita y dejó sus cosas arriba del desvencijado escritorio. Poco después, llegó la otra docente, la «maestra vieja», ya que Susana era la «maestra nueva», recién recibida de la Escuela Normal. Prendieron un brasero y trataron de acomodar los bancos, esperando la llegada de los niños.

Uno a uno fueron llegando, casi todos descalzos, caminando o a caballo. Una vez que estuvieron todos, izaron la desleída celeste y blanca en un mástil de palo en aquel lugar olvidado de la Patria.

Las maestras vivían en un ranchito de una vecina del lugar, que les alquilaba una piecita, ya que vivir en la escuela era imposible. Estaban alejadas de sus familias de lunes a viernes, ya que el viaje desde Victoria hasta «Chilcas» -aquél desolado paraje entrerriano- hubiese consumido mucho dinero de sus menguados sueldos.

Un día, una de las maestras se apareció con una cámara de fotos. Juntó a todos los chicos harapientos frente al rancho destartalado, y bajo la bandera de Belgrano, sacó varias fotos. Las revelaron, las pusieron en un sobre y las enviaron a Buenos Aires, a una Fundación… lo hicieron como el náufrago que arroja un mensaje en una botella al mar.… sin muchas esperanzas.

El tiempo pasó, y no tuvieron noticias de aquella carta.

Hasta que un buen día vieron venir por el camino polvoriento a varios camiones trayendo materiales de construcción. Pocos días después tenían una escuela nueva, reluciente, con una casita al lado para que las maestras tuvieran donde vivir. Inclusive los niños tuvieron sus primeros zapatos y juguetes. Los varones nunca habían tenido una pelota de «verdad» y las nenas muñecas que parecían bebés auténticos. Cuando todo estuvo listo, entre sollozos de alegría, aquellas dos maestras pudieron izar con orgullo la celeste y blanca en un mástil de verdad. La escuela vieja fue demolida, para evitar recordar aquel oprobio.

Alguien en la lejana Buenos Aires había recibido aquella botella arrojada al mar y había respondido a aquel pedido de auxilio de ese par de maestras desesperadas.

Era la «Fundación Eva Perón» la que había escuchado ese reclamo, y había respondido, como debía ser, sabiendo que los únicos privilegiados son los niños.

Con éstas líneas, sin ser yo peronista, quería recordar que la Señora María Eva Duarte de Perón falleció en un día como hoy, un 26 de julio, pero de 1952.

Es la dualidad de un tiempo lejano. Dualidad que afectó a mí familia por igual. Porque si no recordara que mi abuelo paterno, también maestro, fue cesanteado por la misma gente, por pensar distinto, estaría contando la mitad de la historia. Y las historias se cuentan completas. Con sus luces y sus sombras. Borges decía que los actos de los hombres no merecen ni el fuego, ni el cielo.

¡Ah!!… aquella niña maestra de diecisiete años, llamada Susana Nieves Osuna… era mi mamá.

Eduardo Javier Mundani Osuna

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